Bruselas
Viajé a Bruselas en agosto de 2015. Encontré una ciudad mucho más multicultural de lo que esperaba y también con más vida. Los funcionarios europeos estaban en su mayoría de vacaciones y la capital vibraba con fiestas de inmigrantes africanos en el Gare du Midi.
No pude dejar de darles la razón a quienes me habían advertido de que era la hermana fea de Gante y Brujas. Ni la Grand Place ni el Museo Magritte, ni mucho menos el minúsculo Manneken Pis, hacen que se la pueda considerar hermosa, pero en esos días de verano en Bruselas encontré el ambiente gozoso de los lugares en temporada baja.
El Parlamento europeo mantenía abiertas sus grandes explanadas exteriores a los pocos turistas que quisieran curiosear un domingo por la tarde. La ciudad se vanagloriaba de haber suprimido el tráfico en parte del centro, y lo celebraba con conciertos. Cada noche, tres acróbatas -dos chicos y una chica- repetían el juego de confundirse entre la gente que abarrotaba las terrazas de Les Halles, fingiendo al principio ser otros paseantes más para terminar haciendo asombrosos bailes.
Pienso en esos días plácidos en Bruselas y me pregunto si la ciudad será capaz, y cuándo, de recuperar su tranquilidad. Las reuniones de jóvenes en el Parc Royal, las largas colas para comprar un cucurucho de patatas fritas, las familias haciendo fotos de su propio reflejo en el Atomium… ¿Volverá ese clima de ciudad mediana y tranquila, que aún no se cree ser capital europea, o se lo habrá llevado consigo esta primavera el terrorismo, con su estela de fanatismo, dolor y muerte?