Persiguiendo a Ernest
Shakespeare and Company es una famosísima librería parisina, muy cerca del Sena, en la Rive Gauche, en la que únicamente se venden libros en inglés. Con casi cien años de historia, hoy es un reclamo turístico más de París: miles de viajeros acuden cada año a recorrer los mismos pasillos por los que deambularon James Joyce o Scott Fitzgerald o a buscar el lugar en el que Ethan Hawke se reencontraba con Julie Delpy en la deliciosa película de Richard Linklater Antes de atardecer.
Yo he sido, en este 2016, parte de ese nutrido grupo de turistas mitómanos. Y abriéndome paso entre ellos estuve una tarde curioseando por sus anaqueles. Venía de dar un largo paseo por los alrededores del boulevard Saint Michel y me había prometido a mí misma regalarme un libro, siquiera uno solo, para guardar en casa un ejemplar con el famoso sello de la librería.
Tenía entre las manos una colección de relatos cortos de James Salter cuando una mirada socarrona me asaltó desde un estante. Era una imagen antigua, en sepia, aunque levemente coloreada, en la que se veía a un hombre en la puerta de Shakespeare and Company. El tipo posa de pie, trajeado y con las manos en los bolsillos, como metiendo prisa al fotógrafo para poder entrar a la librería, donde una mujer lo aguarda apoyada en la puerta. La imagen era la portada de A moveable feast (París era una fiesta) y el hombre de la foto, su autor, Ernest Hemingway.
Aunque nunca me había atraído demasiado la figura de Hemingway, me pudo, de nuevo, la mitomanía. Cambié a Salter por Ernest y salí de la librería con mi ejemplar sellado y envuelto en un sobre azul con letras doradas.
La sorpresa vino después. Esa misma noche, al empezar a leer el libro, comprobé que durante todo el día había estado siguiendo, sin saberlo, los pasos de Hemingway en la década de los 20 del siglo pasado.
Había pasado por la primera casa en la que vivió en París (en la rue Cardinal Lemoine), había recorrido algunos de sus lugares predilectos (la rue Mouffetard, la place Monge, el entorno del Panteón) y había terminado en Shakespeare and Company, cuya dueña, Sylvia Beach (probablemente la mujer que lo espera en la foto de la portada), le prestaba constantemente libros a un Hemingway aún joven y pobre.
La voz del autor, ya maduro, consagrado y consciente de que la vida no resultó ser en absoluto como esperaba, rememora su juventud en París, cuando todo estaba aún por hacer, empezando por su propia obra literaria. Ernest malvive primero como periodista y después como escritor y en su relato cobran vida y recuperan su humanidad personajes que hoy son mitos de la literatura y el arte.
Pasados por el tamiz de las filias y fobias de Ernest vemos a Scott Fitzgerald, a quien Hemingway le perdona su tremenda inestabilidad; a su mujer Zelda, a la que muestra como el principal mal del escritor; o a Gertrude Stein, de quien hace un retrato demoledor.
Ezra Pound o Blaise Cendrars son otros de los personajes que lo acompañan en un París donde se duerme en áticos con el baño compartido y se vive, se bebe y se escribe en cafés. Un París del que se huye en invierno para esquiar en Austria y en verano para visitar España, pero que en primavera es descrito como una ciudad tan hermosa que solo una mala compañía podía arruinar un día en sus calles.
En el París de Hemingway y de su Generación Perdida, en esas manzanas a la orilla izquierda del Sena, hoy deambulan más turistas como yo que expatriados como él. Algunos de los cafés se han convertido en lavanderías y solo una pequeña placa y el nombre de una agencia de viajes (‘Under Hemingway’) delata el lugar preciso donde vivió.
Mi París está a una decena de estaciones de Metro y mi vida, a años luz (en algún lugar tenía que recuperar a Salter) de la suya, pero me alegra haber pasados unos días, en agosto de 2016, persiguiendo a Ernest.