Los límites del humor
Estas últimas semanas, primero con la campaña publicitaria navideña de la marca Campofrío sobre la -ficticia- tienda LOL y después con la promoción de Andreu Buenafuente y Silvia Abril para la Gala de los Goya 2019, se ha vuelto a abrir el debate sobre los límites del humor y de la corrección política y sobre la necesidad de que la libertad de expresión proteja mejor nuestro sentido del humor; que no se vea atenazado, encorsetado ni, en suma, censurado.
Partiendo de la base de que estoy en contra de cualquier tipo de censura, creo que subyace, tanto en la campaña como en la promoción, una cierta mitificación de nuestro sentido del humor, que habría sido siempre ácido, crítico, brillante y libérrimo.
Sin embargo, yo recuerdo mi infancia y me vienen a la cabeza chistes machistas, racistas, xenófobos, homófobos. Chistes sobre víctimas de la violencia de género y del terrorismo de ETA. Chistes incluso sobre la pedofilia o sobre agresiones sexuales a mujeres. Ese humor no me parece que fuera libre, sino que más bien era supremacista, era la expresión de una sociedad en la que las minorías vivían mucho más asfixiadas y, lo que es peor, la mayoría no tenía ni pizca de gracia.
La diferencia de ese humor rancio, expresión de una sociedad que era, en muchos sentidos, peor para muchas ciudadanas y ciudadanos, con la actual generación que representan Buenafuente, Abril o los protagonistas del propio anuncio de Campofrío -incluido el inmortal Chiquito de la Calzada- es que es un humor que se ríe con el otro y no del otro, con acidez pero sin atacar sistemáticamente al diferente o al más débil. El humor ya no sirve -como, a mi juicio, sí lo hizo en otros tiempos- como instrumento para perpetuar los privilegios de quienes no aceptaban a alguien distinto.
El humor de hoy sí me representa y lo quiero libre. Pero cualquier tiempo pasado no necesariamente fue mejor.